5.11.11

Viejo coronel. Parte I





Otros días ante la insistencia del sol por ocultarse detrás de las montañas antes de las cinco de la tarde, se relajaba en el patio con un café tomado a sorbos rápidos. Releía novelas con paginas amarillentas del uso cuando su vista cansada se lo permitía. 
Pero lo que realmente enternecía al viejo coronel era sacar la ordenada caja de vinilos y la gramola... tocaba con religiosidad los nombres e imágenes sobre las portadas de los vinilos. Y sentía que tiempos pasados venían a la pequeña estancia.
Los días pasaban sin más y sin menos. Con la única presencia del aura de Isabel, el gato Marcelino y las capas de polvo que se amontonaban sobre las altas librerías del segundo piso.
De vez en cuando caía en la cuenta de la espesura de su barba, de lo mal que olía  el fregadero tras días de acumular platos y copas sucios y algo así como un ataque de orden y agobio se apoderaba de todas y cada una de las partes de la casa.
Quitaba con insistencia las manchas negras de las paredes, el moho de las grietas de la bañera, y lavaba con limón y lejía de rodillas con un paño el patio de detrás. Después se afeitaba, se ponía un pañuelo bien fino de lino, se perfumaba e incluso limpiaba los zapatos de los domingos.
Acudía a misa y después entablaba conversaciones absurdas sobre el tiempo y las cosechas con algún parroquiano que aún le guardará algo de simpatía, esperaba impaciente el momento en el que se producía el silencio incomodo cuando no se sabe más que decir para volver a sus libros en la casa y se despedía educadamente.
Todo ello para  dejarse ver por el pueblo y que Paquita, la Sonsoles y todo ese grupo de señoronas entradas en carnes y en el aburrimiento dejarán  de comentar historias inventadas sobre lo que un viejo arruinado decrepito y verde, podía hacer tantos años solos en lo alto de la colina.
No me malinterpreten, en realidad todas estas habladurías le daban exactamente igual, pero si rompía esta armonía de hipócritas costumbres la tranquilidad de la que disfrutaba se acabaría. 
Cuando los malos pensamientos se apoderaban demasiado de la casa y no era domingo para acudir a misa, al viejo coronel le gustaba bajar a la panadería del pueblo donde la dulce y voluptuosa Carmina le atendía con mucho cariño, una taza de té y un plato de pastas.
Era de la única compañía que no le importaba disfrutar en pequeñas cantidades. Carmina era una mujer tan sensual como adorable. Estaba en su plena madurez, en esta época en el que las mujeres se ponen bellas y serenas. Que saben lo que quieren y que el peso de un marido perezoso y una casa no ha hecho demasiada mella en ellas. Carmina no estaba casada y no por falta de pretendientes, nunca le hizo falta. Ella soñaba con atardeceres por alguna calle vieja de París, arrumacos al lado de la chimenea y flores un día si y otro también por lo que prefirió quedarse con esa fantasía, sus galletas y su panadería a la posible realidad de un marido que con el paso del tiempo se volvería barrigón por la cerveza y que con toda probabilidad solo le haría el amor cada dos semanas.
Charlaban durante un par de horas. El coronel le traía en cada visita dos o tres libros y recortes de prensa en francés e inglés que luego pasaba a traducirle. Le explicaba la vida  del autor de no se cual libro, tarareaba canciones de Edith Piaf y le explicaba el porqué de la guerra en Inglaterra. Carmina escuchaba toda embelesada y con alta admiración a ese viejo coronel que había venido a aparecer hacía ya 13 años a la casa de la colina, y del que no sabía mucho más allá aparte de lo que le dejaba entrever en sus relatos de guerra y de Barcelona.


continuará...



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